Comentario semanal para el periódico El Día de Tenerife
Lo han vuelto a repetir. Esta vez en Londres. Antes fue Madrid y Nueva York. La pregunta que se extiende por la sociedad occidental es simple: ¿Qué hacer? El primer ministro británico lo dejó bien claro tras la nueva masacre de inocentes:
No cambiarán nuestra forma de vida, no cambiarán nuestra sociedad. Si ésta es nuestra posición, ¿por qué ese recurrente empeño en cercenarnos libertades básicas, comenzando por internet? Si hay algo que nos diferencia de ellos, es precisamente esto. En los países islámicos, o con mayoría islámica, la censura se impone, se exige, se aplica con un Corán sujeto por una mano de hierro. Desde Marruecos hasta Irán, lugares donde internet es el último recurso para los que piensan de forma diferente. Por eso sorprende la intención del ministro de Interior británico de proponer a la Unión Europea
controlar las llamadas y mensajes telefónicos, así como los correos electrónicos. En España ya hay firmes partidarios de este disparate, como el mal llamado Defensor del Pueblo. ¿Vamos a cambiar nuestra sociedad para adaptarnos a la suya? ¿Todo el mundo será sospechoso? ¿Culpable hasta que se demuestre lo contrario? Si tomamos este camino, avanzaremos hacia su propio concepto de absolutismo religioso, de desprecio de las libertades individuales y de la persona humana, convirtiéndonos en meros espectadores de lo que la providencia divina tenga a bien concedernos. Corderos. En una sociedad moderna, donde el individuo ha hecho uso inteligente de la razón, la ciencia y la tecnología para superar con creces cualquier modelo de sociedad teocrática, no podemos renunciar a ninguno de nuestros derechos básicos –como el de la libertad de expresión o el secreto de las comunicaciones–, para ponernos al mismo nivel de aquéllos que no han conseguido nada y nada van a lograr aferrados a un libro amarillo que recitan con obsesión cinco veces al día, treinta y cinco veces a la semana, ciento cincuenta veces al mes, casi dos mil veces al año. Tiempo perdido que podría emplearse leyendo a Cervantes, Dante o Shakespeare; a aprender con Newton, Leibnitz, Maxwell o Einstein; a soñar con Verne o, incluso y si me apuran, con Disney. A pasear por cualquiera de las más de ocho mil millones de páginas que tiene internet en las que incluso ellos tienen cabida. Difícilmente su dios de dioses será tan generoso como nuestra red de redes. Quizá así cambiara su forma de entender el mundo. En cualquier caso, nosotros no tenemos que cambiar la nuestra. Eso sería el final.