Tycho Brahe y Johannes Kepler financiaron sus investigaciones confeccionando cartas astrales a sus mecenas
Artículo aparecido en Crónicas de AstroManía en el diario digital El País, el 20 de agosto de 2015
El verano es época propicia para mirar al cielo. Más allá de las sucesivas capas de insectos, pájaros, drones, aviones y satélites, nos topamos con el firmamento: la bóveda que soporta a los astros. Desde muy antiguo, algunos sabios, como el mismo Aristóteles, postularon que el cielo era inmutable... salvo por algunas pequeñas cosas. Como ejemplos de esas anomalías celestes se encontraban los planetas –que «erraban» entre las estrellas fijas– o los cometas. Si los dioses permitían tales caprichos sin romper la perfección de su modelo –se planteaban nuestros ancestros–, era que algo importante estaban tratando de decirnos. Y este razonamiento tan simple dio lugar a un nuevo oficio: el intérprete o traductor divino, vulgo astrólogo.
La profesión de astrólogo ha sobrevivido hasta hoy y no tiene visos de desaparecer, lo que no deja de sorprender, indignar y deprimir, todo al mismo tiempo. Hasta la Agencia Tributaria le asigna un epígrafe propio en el programa PADRE: el 881, para ser exactos Sin embargo, no podemos ser demasiado ingratos con los astrólogos. La Historia nos demuestra que, de no haber sido por ellos, tal vez no habríamos llegado hasta aquí: «Si he logrado ver más lejos que nadie, ha sido porque he subido a hombros de gigantes», dicen que dijo Newton refiriéndose a Copérnico, Tycho Brahe, Kepler y Galileo. El cuarteto de formidables astrónomos del Renacimiento que sentó las bases de la Astronomía moderna. Y ninguno de ellos está libre del pecado astrológico aunque, para ser justos, tenían sus buenas razones. “Poderoso caballero es don Dinero”, tanto ayer como hoy.
La más extraña pareja de estos genios la formaron, sin duda,
Tycho Brahe y
Johannes Kepler, que coincidirían allá por el año 1600 en la corte del emperador
Rodolfo II en Praga. Hipocondríaco y arruinado, el crédulo de Rodolfo pagaba sus buenos cuartos a todo aquel que le diera esperanzas de curarse o enriquecerse, bien fuera por la correcta interpretación de los astros o por el hallazgo de la esquiva piedra filosofal. Tycho Brahe sabía, y mucho, de ambas cosas. Y de casi todo. Este danés fue un personaje excesivo que a los dieciséis años –tras pasar por las mejores universidades europeas– decidió cartografiar toda la bóveda celeste desde cero porque no le salían los números. Y no pocas veces también se emborrachó de cerveza junto a su mascota en esta tarea, un descomunal alce. Astronomía y astrología eran casi la misma cosa por aquellos años, así que la una llevaba a la otra. En cierta ocasión, Tycho, interpelado por un noble acerca de la diferente interpretación astral ofrecida por distintos profesionales del gremio, replicó con astucia que las posiciones de los cuerpos celestes estaban tan mal calculadas que era imposible predecir el futuro con precisión, así que no sólo no le devolvió el dinero sino que recibió otro montante aún mayor para continuar con su ingente trabajo de medir los cielos.
Además de astrólogo, Tycho Brahe cotizó como ingeniero, diplomático, botánico, alquimista, médico, matemático y notable poeta, entre otras actividades. En lo único que debió de ser un desastre fue en el manejo de la espada, torpeza que le llevaría a perder la nariz en su juventud, al parecer, en un lance amoroso.
Pero Tycho Brahe no fue un astrólogo al uso. Su infancia estuvo marcada por una terrible paradoja. Perteneciente a la realeza danesa, su madre estaba embarazada de gemelos. Su tío, más próximo al rey, no tenía descendencia, por lo que ambas familias acordaron repartirse los niños. Pero su hermano nació muerto. Tras arduas discusiones, Tycho finalmente se educaría con sus tíos, lo que fue una bendición para la humanidad puesto que creció en el ambiente cultivado de la corte, muy lejos del ardor militar de su padre. Y, como es natural, Tycho razonó sobre este suceso: «Si mi hermano y yo nacimos bajo el mismo cielo y en el mismo momento, ¿cómo corrimos tan distinta suerte?»
Al igual que Tycho, su ayudante durante los últimos años en la
corte de Praga, Johannes Kepler, también pensaba que había débiles relaciones entre las estrellas y los hombres. De origen muy humilde y fuertes convicciones religiosas luteranas, Kepler tenía un carácter obsesivo fuera cual fuera su actividad. Como su maestro Tycho, tocaba muchos palos, tanto daba que fueran de ciencias como de letras (a él muchos le atribuyen el primer relato de ciencia ficción de la literatura,
Somnium, en el que incluye un viaje a la Luna). En cuanto a sus predicciones astrológicas, Kepler no hacía distingos. Él mismo estudió sesudamente la posición de los astros en el momento de su nacimiento, aunque no acertara nada de nada (de sus predicciones, porque las ubicaciones de los planetas y estrellas las clavó con una precisión digna del siglo XX). Durante sus interminables años de modesto profesor de matemáticas en Graz, confeccionaba un calendario —en el que podemos ver un precursor del famoso
Calendario Zaragozano— para sumar algo a sus magros ingresos. En 1595 aventuró un invierno muy frío, una sublevación campesina y un ataque de los turcos por el Sur. Aquí sí acertó en todo y eso le hizo muy popular. No eran predicciones muy arriesgadas, ya que Kepler —y más aún su mentor Tycho— anotaba todos los cambios meteorológicos. Y tanto campesinos como turcos estaban amostazados y se lo pusieron fácil. Pero también Kepler escribiría al respecto que: «Si en ocasiones los astrólogos aciertan, eso se debe sólo a la suerte».
¿Y por qué seguimos hablando hoy en día con términos de astrología? Tal vez sea por una tradición atávica inexplicable. Nos hemos empeñado en etiquetarnos según doce bellos asterismos, conjuntos de estrellas que no parecen tener interés alguno en nuestras prosaicas venturas y desventuras. Y en salud, trabajo, dinero y amor, los astrólogos de hoy aciertan casi lo mismo que el FMI y el gobierno juntos.